A menudo llegan a mí a pedirme explicaciones. ¿Cómo es posible que Dios desoiga las súplicas y pedidos que le hago? ¿Dónde está ese Dios misericordioso que supuestamente no me deja solo nunca?
El hombre suplica y parece que Dios se esconde. ¿Acaso no habla a escondidas y sus gritos son susurros y sus caricias soledades? ¿Cómo entender su voz y comprender sus motivos? Miro a ese Dios escondido en mi alma. Ese Dios que calla, se esconde y espera. No dice nada. No me explica por qué las cosas son como son. Y a mí me falta la paciencia. Necesito repuestas inmediatas. Se agota la poca paciencia que tengo y quisiera tener en mi mano lo que tanto ansío. Hoy clama el profeta: «¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio sin que me oigas, te gritaré: ¡Violencia!, sin que me salves? ¿Por qué me haces ver crímenes y contemplar opresiones? ¿Por qué pones ante mí destrucción y violencia, y surgen disputas y se alzan contiendas? Me respondió el Señor: - Mira, el altanero no triunfará; pero el justo por su fe vivirá». Veo tanta violencia a mi alrededor y suplico auxilio. Veo tantas caídas y desgracias y mi alma sufre conmovida. Tengo claro que Dios es bondadoso, es una certeza. Pero no dejo de ver injusticias y violencias a mi alrededor. ¿Por qué no hace Dios algo para convertir el mal en bien y para sanar tantos corazones heridos? Tiene tanto poder y permanece en silencio. El corazón se rebela ante las injusticias que veo. Sé que Dios tiene misericordia y me sostiene, pero parece no estar en los momentos claves, cuando más lo necesito en mi barca. Él duerme y yo remo perdido entre las olas. Y me dice que me salva de la fosa porque soy justo, pero a menudo me siento solo en la fosa, abandonado y no siento su aliento en mi espalda. Tengo claro que me anima a caminar en medio de mis miedos y a vencer todas mis inseguridades. Pero su voz, su abrazo, me faltan. Hoy escucho: «Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor. Él es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño que Él guía. Ojalá escuchéis hoy su voz». Quiero escuchar su voz en medio de mis tormentas para saber que voy por buen camino. Quiero aprender a creer en su bondad y en su paciencia conmigo. Quiero entender que viene a mí para salvarme cada mañana, cada día, incluso cuando no lo espero. Ese Dios oculto es el que me salva en medio de mi vida. El Dios silencioso que no grita ni reclama. El Dios fiel que permanece oculto para enseñarme al arte de la confianza. ¿Cómo creer en ese Dios escondido en medio de la vida? Un Dios escondido que salva. Comentaba el Papa Francisco que los pastorcillos de Fátima hablaban del «deseo permanente de estar junto a Jesús oculto en el Sagrario». Un Jesús oculto al que buscar en medio de la noche. Un Dios que se oculta a mi mirada para que aprenda a mirar en lo hondo de mi corazón de niño. Dios escondido en mi alma me pide que confíe, que me fíe de sus silencios. Ante ese Dios callado y oculto me detengo porque no quiero que se endurezca mi corazón.
Quiero creer y confiar. Quiero escuchar su voz y deseo entender sus palabras. ¿Qué sentido tienen los dolores y ausencias que padezco? ¿Qué sentido tiene sufrir y llorar en medio de injusticias? ¿Tiene sentido mi camino cuando me turba que las cosas no sean justas ni estén llenas de bondad? El sentido de mi vida sólo lo sabe Dios. Yo me conformo con caminar siguiendo los pasos de un Dios oculto. Remo en medio del océano dejando que el timón lo lleven sus manos, mientras duerme. Construyo trabajando piedras sin acceder a los planos finales de la catedral que sueño. Yo solo arrimo el hombro a una obra que parece infinita. Me esfuerzo por llegar al límite de mis fuerzas. Lucho para vencer el mal que veo a fuerza del bien que nadie valora. Yo sólo digo que sí a sus deseos mientras soy incapaz de ver el camino perdido entre nubes densas. Y aprendo a confiar como los niños en manos de mi Padre. Esa confianza que me da Él que todo lo conoce. Sabe hacia dónde voy. Sabe de dónde vengo. Y sabe lo que me conviene hacer para ser feliz y hacer felices a los demás. Sé, porque me lo ha dicho muchas veces, que para Él mi vida es preciosa. Me abraza en medio de oscuridades que no entiendo. Me arropa cuando tengo frío. Y me hace descansar cuando estoy agotado. Es verdad que no sé cómo caminar en medio de la noche. Pero Él me dice que no tema y confíe. Que todo va a salir bien aunque ahora no lo vea. De vez en cuando me quejo porque tengo dudas. Y grito como el profeta pidiendo explicaciones. Pero luego me calmo y sigo adelante.
Él sabrá, me digo. Y sonrío por dentro. Con la esperanza firme de que Él va a dar sentido a mis pasos pobres. Hoy escucho: «Dios no nos ha dado un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de templanza». Quiero ser valiente. Con mis miedos confío. Sabiendo que en la noche no se distingue bien el camino. Me tomo de su mano y el miedo se calma. Si Él sabe dónde hay que ir, ¿qué me importa el resto? Quiero aprender a confiar en las manos de Dios. Confiar es un verdadero acto de fe: «Sentir la mirada tierna y quedarnos debajo con confianza, sintamos o no sintamos». ¡Cuánto me cuesta confiar! Quiero dejar de medir el tiempo, de calcular los días. Quiero dejar de definir la ruta, delinear el camino. Y decido hoy dejarme llevar por su voluntad. Reina en mí su querer y no el mío. Vacío de mis seguridades me encuentro más a su merced. Soy así más niño, más libre, más pobre. Él tiene el poder sobre mí y yo me dejo hacer y confío.
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