sábado, 13 de enero de 2018

Táctica del Adversario.








Jesús ha dicho en su Evangelio que quien persevere hasta el fin, se salvará. Pero para perseverar debemos tener un motor, un motivo, un objetivo a alcanzar, que nos encienda el deseo de alcanzarlo, para poder poner los medios necesarios para la perseverancia en el bien, en medio de todos los males externos e internos.

Y es aquí donde viene el Maligno, el Adversario, y de un zarpazo nos borra el objetivo, nos quiere hacer creer que no ganaremos el Cielo, que el Paraíso no es para nosotros, que el mal está triunfando en todas partes, que ya no hay nada que hacer, que está todo perdido...

¡Ay de nosotros si nos dejamos embaucar por esta astucia realmente diabólica! Porque entonces, al no tener la esperanza de alcanzar la felicidad, de que el amor venza el odio, de que el Bien venza al mal, entonces nos desanimamos, ¿y quién puede perseverar en estas condiciones?

Sepamos que la victoria no será del demonio, sino de Dios y de su Madre, porque el demonio ya está vencido, ya fue vencido por Cristo en la Cruz. No nos desanimemos al ver los coletazos del mal en el mundo, ni nos quedemos hipnotizados por sus aparentes prodigios y triunfos, porque es un vencido, es el gran Vencido, y Dios es el Vencedor eterno.

Así que renovemos nuestro ánimo maltrecho, y aumentemos nuestra esperanza y confianza en Dios y en su Madre, porque Ellos son y serán quienes venzan, y nosotros venceremos con Ellos.

Si no hacemos así, es lógico que nos desanimemos, y un ejército desanimado va a la derrota. Es necesario arengar a la tropa de los cristianos, y convencernos nosotros mismos de que el Corazón Inmaculado de María triunfará, como lo ha prometido la Virgen, y el Reino de Dios vendrá a la tierra, y nosotros, con nuestro buen obrar y nuestra oración, seremos quienes lo traeremos a este mundo.

Con este objetivo, que sabemos se cumplirá a su tiempo, avancemos confiados y con la luz de la esperanza en el corazón, perseverando cada día en el bien y la verdad, en la gracia de Dios.

Pensar en la eternidad.



Pensar en la eternidad es lo que ha hecho que muchos hombres y mujeres se retiraran a los desiertos a orar y hacer penitencia. Y si bien nosotros quizás no estemos llamados a esta vocación, nos vendrá muy bien pensar y meditar en la eternidad.
Porque esta vida terrena no lo es todo, sino que después de nuestra muerte comienza realmente lo que permanecerá para siempre, por los siglos de los siglos, mientras Dios sea Dios.
¡Y qué felicidad si alcanzamos el Paraíso! ¿Cuándo acabará? Nunca. ¿Cuánto durará? Siempre. Estas dos palabras: “nunca” y “siempre” tienen un significado que da vértigo al pensar que en el más allá, en la eternidad adquieren su valor.
Por eso es que Dios permite males en este mundo, y vemos desgracias y personas que sufren y que tienen hambre. Pues ¿qué importa una vida de padecimientos si al final, después de esta corta o larga vida, vendrá la dicha sin fin?
Y en cambio ¿para qué sirve una vida felizmente vivida, pero sin salud de alma, sin la gracia santificante, de modo que luego de nuestra muerte nos esperara una eternidad de horror en el infierno?
Ya lo ha dicho el Señor en el Evangelio que de nada le sirve al hombre ganar el mundo entero si al final termina condenado para toda la eternidad.
Pero también debemos saber que si Dios permite el mal y que haya miseria y hambre, es para darnos una oportunidad a nosotros de ser misericordiosos y socorrer a los hermanos. Porque Dios nos pedirá cuenta del bien no realizado, ya que Dios permite que haya dolor para que nosotros ejerzamos la misericordia y hagamos el bien y nos santifiquemos. ¡Ay de nosotros si somos duros e indiferentes ante el dolor de los demás!
Pensemos frecuentemente en esta palabra: “eternidad”, y a la luz de ella veamos todas las cosas de este mundo, que es pasajero y que debemos vivirlo de tal modo que nuestra eternidad sea de luz y felicidad sin fin, y no de horror y sufrimiento sin límites.

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