No estamos en el Cielo sino en la tierra, y como mortales que somos, es lógico que tengamos algunas caídas, pecados que cometemos de vez en cuando o muy seguido.
Pero a no desanimarnos pues el Señor no ha venido para los justos sino para los pecadores, para nosotros; y debemos recordar que si bien no hay que pecar jamás, también es cierto que las caídas que solemos tener nos ayudan a mantenernos humildes, a darnos cuenta de que somos de barro y débiles.
Es justamente en la debilidad donde debe triunfar la fortaleza de Dios, y nunca debemos quedarnos caídos, sino levantarnos pidiendo perdón a Dios con un acto de sincera contrición con el firme propósito de confesarnos cuanto antes con un sacerdote.
Entonces, si hacemos así, nada nos detendrá en el camino del bien, porque hasta las mismas caídas nos servirán para tomar impulso y ser mejores en adelante, al menos seremos más humildes, y nos tendremos por pecadores y no estaremos ensoberbecidos de creernos justos.
No hay que pecar jamás. Pero si caemos en pecado, esto nos debe servir para ascender, reconociendo que somos nada y que es propio de nuestra naturaleza el pecar, y de Dios el perdonar.
¡Cuánto aprecia Dios un acto de humildad del pecador que se arrepiente! ¿No ha dicho el Señor acaso en su Evangelio que en el Cielo hay más alegría por un solo pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentirse?
Pues bien, después de haber pecado no cometamos el error funesto de alejarnos de Dios, sino corramos a Él, con lágrimas en el corazón pidiéndole que tenga compasión de nosotros, de nuestra debilidad. Y seguramente Dios nos abrirá las puertas de su Misericordia y habrá gran fiesta en el Cielo por un pecador que vuelve al camino de la gracia.
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