La desesperación es lo peor que nos puede pasar después del pecado, porque con ella cerramos la puerta a la Misericordia de Dios, y nos condenamos voluntariamente al Infierno eterno.
Hay que tener mucho cuidado con la desesperación, que fue lo que llevó a Judas Iscariote a suicidarse, en lugar de ir a los pies de Jesús crucificado a ser perdonado por Él.
Muchas veces la desesperación nace del orgullo, de la soberbia, porque somos incapaces de hacer un acto de humildad, de humillarnos ante Dios pidiendo perdón.
Otras veces la desesperación viene de percibir mal la realidad, o de juzgar a Dios como le juzgaba ese siervo malo y perezoso, que enterró su talento, y creemos que Dios es malo y vengativo, y no conocemos a Dios como el Padre bondadoso, dispuesto a perdonarlo TODO si vamos a Él arrepentidos.
¿No recordamos la historia del hijo pródigo? ¿Cómo el padre esperaba a su hijo y le vio desde lejos y corrió a su encuentro?
También nosotros, al pecar, nos vamos de la casa paterna, nos alejamos de Dios, pero no es Dios quien se aleja de nosotros, sino nosotros nos alejamos de Él. Entonces tenemos que saber que ese Dios, ese Padre está esperando con ardor nuestro regreso. E incluso se pone más contento por nuestra vuelta, que por el hijo justo que jamás se alejó de Él.
Vayamos al Padre misericordioso, a Dios nuestro Señor, con el alma humillada por nuestros pecados, y no esperemos reprimendas sino un gran amor y predilección de Dios. Si no creemos esto, hagamos la prueba y lo comprobaremos
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